Franjas negras

<p>Me cuenta un famosísimo escritor español que se encuentra frente a una situación insospechada: una de sus novelas, vendida a Rusia hace tiempo, se ha visto afectada por un cambio legislativo y aparecerá publicada, si es que lo hace, <b>con una serie de franjas negras en el texto</b>. Los tachones impedirían leer las líneas que describen <b>las acciones de un personaje homosexual</b>. </p><p>Esa imagen despierta un escalofrío perturbador en quienes solo hemos visto algo similar en guiones o novelas censuradas hace décadas. La censura anglosajona, ejercida por grupos ideológicos muy concretos, nos ha acostumbrado a una modificación de contenidos o personajes, a una anulación de la voluntad del autor más sibilina, igualmente perversa pero acorde a lo que consideramos tolerable. Una censura de oferta y demanda, netamente capitalista. El cliente o el lector manda: pero <b>las franjas negras resuenan como un aldabonazo en la memoria</b>, con una agresividad evidente, por orden de un Estado. Sin paños calientes, sin excusas.</p><p>No hay solución al problema al que se enfrenta mi amigo; o renuncia a la publicación de su obra, con la pérdida del trabajo realizado por la editorial rusa y los posibles lectores que lo disfrutarían allí, o admite la mutilación ideológica de un texto concebido con otra intención. Y, de nuevo, me lleva a <b>la tranquilidad con la que hemos asumido la censura</b> y la intromisión en obras creativas por factores políticos o por un ideario.</p><p>Cómo posiblemente sea ya tarde, porque desde hace años se ha producido un goteo de intolerancia en libros de texto, obras de teatro, libros infantiles o <i>performances</i>. Cómo cada sistema de creencias se arroga la capacidad de imponerlas o de rebatirlas ante la indiferencia general y la falta de peso de los autores. Me inquieta, porque eso no desaparecerá, antes al contrario, tras el día 23. Y porque <b>todos creen que eso solo lo hacen los adversarios</b>.</p>