Sánchez y el gato chino

Era una forma virtual y barata de viajar. Tendría unos quince años y me dio por ir de embajadas a pedir folletos turísticos y tratar con gente exótica. Una de ellas fue la de China, que entonces era la de Taiwán, no la de Pekín. Lo recuerdo bien porque, a pesar de ser un chaval, me trataron como un señor y hasta me ofrecieron té en una preciosa tacita de porcelana. No me había visto en otra y salí de allí encantado con una bolsa llena de trípticos y un bolígrafo de plástico con la banderita del país. A los pocos meses, España, como medio mundo, estableció relaciones diplomáticas con la República Popular China y las hubo de suspender con la China de Taiwán. Entiendo que ignorar al país más poblado del planeta en favor de otro tan pequeño era insostenible en términos diplomáticos, pero me dio pena y conservé aquel bolígrafo hasta que se perdió en alguna mudanza. Ahora se cumplen 50 años del establecimiento de relaciones diplomáticas con la China continental y esa es la excusa para la visita oficial del presidente del Gobierno hoy a Pekín.

Sánchez habrá de rememorar la realpolitik de Franco quien, encarnando la última dictadura de derechas en Europa, renegó de la China nacionalista para abrazar a la China comunista. Imagino que no fue casualidad que el primer embajador que Madrid envió a Pekín fuera Ángel Sanz Briz, conocido como el ángel de Budapest por salvar a miles de judíos del Holocausto en la capital húngara. No cabía mejor carta de presentación.

En este medio siglo, la exponencial progresión económica de China le ha convertido en un preeminente actor internacional. Xi Jinping, que acaba de garantizarse la presidencia del país casi de por vida, está convencido del declive del actual orden mundial y de Estados Unidos como potencia hegemónica. Su apuesta es un sistema transaccional de acuerdos entre potencias dejando al margen cualquier preocupación por las garantías de libertad y los derechos humanos. Es más, China entiende la difusión de los valores democráticos de Occidente como una nueva forma de colonialismo.

La apuesta de China es un sistema transaccional de acuerdos entre potencias

Una muestra clara del espacio diplomático en el que órbita es el reciente acuerdo que ha patrocinado entre Irán y Arabia Saudí, dos autocracias hasta ahora enfrentadas a cara de perro. En esa misma deriva está su alianza con Rusia, a la que no aplaude, pero tampoco afea su agresión a Ucrania, planteando un plan de paz en el que se habla del respeto a la soberanía sin mencionar la retirada de los territorios ocupados.

Este es el trasfondo de la cita de Pedro Sánchez con Xi Jinping, un dirigente rocoso, pero no estúpido, y muy interesado en mantener una línea abierta de diálogo con la Unión Europea que España presidirá el próximo semestre. Quizá por ello Pekín ha querido darle a este viaje un carácter casi de visita de Estado programando también encuentros con el primer ministro y el presidente de la Asamblea Nacional.

Al margen de lo de Ucrania, donde la posición de España es especialmente afecta a negociar la paz, Sánchez sabe que hay miles de empresas nuestras instaladas en ese gigantesco mercado, que China es el mayor tenedor de deuda española, que el proteccionismo es mal negocio para ambos y que, siendo el país del mundo al que más compramos, la balanza comercial está muy descompensada.

En su primera visita a China en 1985, Felipe González alabó el pragmatismo del entonces presidente Deng Xiaoping, quien dijo aquello de que “no importa que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. 38 años después, el gato tiene el tamaño de un tigre y su influencia económica y política le hace temible.