¡Chimpún!

Addio, bye bye, sayonara… ¡Hasta nunqui! 2022 llega (por fin) a su ansiado epílogo y no puedo evitar echar la vista atrás: el año de la consagración de Rosalía a ritmo de Motomami, el del resurgimiento del Benidorm Fest y del chanelazo, el año del Quédate de Quevedo, también ha sido el de la Monotonía de Shakira y el del despertar definitivo después de un tiempo de aletargamiento.

Despertar es doloroso y más cuando es de golpe. Ocurre como en el amor: cada uno tiene sus tiempos, se pone sus corazas abrazando sus taras y aprende a vivir pasando la aguja sin hilo hasta que llega un clavo que saca otro clavo, o alguien que de tanto romperte los esquemas a base de sonrisas también te resquebraja la coraza, permitiendo que la luz se cuele en el reloj de un corazón roto a punto de marcar las doce de la media noche. Con mares de dudas pero sin zapatos de cristal, hadas madrinas, ni medias tintas. Sin pretensiones pero con justicia e ilusión de pasarlo bien. Afrontando con sinceridad los fantasmas del pasado, con fidelidad, lealtad, pasión y admiración. Con los ingredientes necesarios para un 2023 pleno y feliz.

No seré yo quien eche de menos el 2022 pero sí lo voy a recordar toda la vida. Este año es para mí como uno de esos novios distantes que te marcan para siempre dejándote incertidumbres que te impiden soltar lastre aún a sabiendas de que las dolorosas decisiones meditadas a golpe de Excel fueron (y siguen siendo) las correctas.

Hay corazas que son bonitas y corazones que hasta rotos son preciosos: ocultan cicatrices que duelen porque tardan en curar pero que pueden ser restauradas con oro usando la técnica japonesa del kintsugi: fortaleciéndote y haciéndote aún más bello y preparado para lo que viene.

No tan querido, pero necesario, 2022… Tanta paz lleves como descanso dejas. A disfrutar del presente, que es un regalo.